RELATOS

Un cuento sobre alquimia parte 1: El viejo alquimista

autor: Ruy Pérez Tamayo  

Nació un 8 de noviembre de 1924, en Tampico, Tamaulipas. Es un médico, investigador y académico mexicano.


“Hace mucho tiempo en una ciudad antigua y lejana, vivía un Viejo Alquimista. Era un hombre pequeño, flaco y encorvado, con la barba y el pelo que le quedaba blancos, y siempre andaba vestido con la misma bata larga y el gorro puntiagudo que usan todos los sabios. Nadie sabía su edad y ya nadie se la preguntaba, desde una ocasión en que dos jóvenes lo interrogaron sobre este punto y el Viejo Alquimista contestó, sonriendo:
- Que ¿cuántos años tengo?… La verdad, no lo sé exactamente. Apenas ayer, cuando era niño, todavía existían dragones que guardaban celosamente la entrada de las torres donde bellas princesitas esperaban impacientes ser liberadas por jóvenes y apuestos caballeros. Pero yo dediqué todo mi tiempo a la búsqueda del Pájaro Azul, que vivía detrás del Arco Iris; no lo encontré, quizá porque estaba muy lejos, y en el camino fui perdiendo la Ingenuidad y las Ilusiones, que son indispensables para poder verlo… Muchos años después, cuando tuve frescura y la fuerza de la juventud, los dragones habían desaparecido junto con las torres y las princesitas, por lo que me hice viajero y me fui a correr por el mundo. Dos siglos más tarde quise ser poderoso y acumulé riquezas…

Incrédulos, los jóvenes cambiaron una rápida mirada y se alejaron moviendo la cabeza, entristecidos por la incoherencia del Viejo Alquimista, pero al mismo tiempo reafirmados en su superioridad, ya que ambos eran perfectamente capaces de recordar su edad con toda precisión.
El laboratorio del Viejo Alquimista era un sitio misterioso, estaba alojado en una antiquísima torre cubierta totalmente por enredaderas, con ventanas muy altas y estrechas, y con una sola puertecita que el sabio siempre dejaba abierta cuando estaba trabajando. La torre formaba parte del Antiguo Colegio Real, pero su origen era todavía al de tan augusta institución educativa.

En cierta ocasión, unos estudiantes desocupados separaron la gruesa malla de enredadera que cubría la torre y se encontraron con un material blanco, liso y muy duro. Entonces corrieron la voz de que la torre estaba hecha de marfil y pronto se conoció al laboratorio del Viejo Alquimista como la Torre de Marfil. Sin embargo, el nombre no fue adoptado oficialmente por las Altas Autoridades del Antiguo Colegio Real, entre otras razones, porque la ciudad era pobre.

Como tantos otros sabios de su época, el Viejo Alquimista también se dedicaba a la búsqueda de la Piedra Filosofal. Según Arnaldo de Villanova: “Existe en la Naturaleza una cierta materia pura que, al descubrirla y perfeccionarla por medio del arte, convierte a sí misma y en proporción a todos los cuerpos imperfectos que toca”. Tan maravillosa sustancia era perseguida con paciencia en la mayoría de los laboratorios de aquel tiempo, y de vez en cuando algún sabio anunciaba que sus experimentos habían tenido éxito. Sin embargo, siempre se trataba de noticias prematuras o simplemente falsas, por lo que, con toda justicia, las autoridades de la localidad ordenaban a su verdugo que cortara la cabeza al indiscreto que las había puesto en ridículo.

En las ciudades ricas, los laboratorios de los alquimistas recibían grandes sumas de dinero y contaban con numerosos aprendices y muchos aparatos; además las autoridades había comprendido que aumentando el número de sabios dedicados a la búsqueda de la Piedra Filosofal también multiplicaban las probabilidades de encontrarla, por lo que invertían una parte importante de su riqueza en establecer y patrocinar cada vez más laboratorios. 

Los sabios en esas ciudades poderosas gozaban de gran prestigio en la Corte; se hacían ricos e influyentes; sus palabras eran escuchadas con respeto, y sus consejos seguidos al pie de la letra por las autoridades. Estos sabios viajaban a todas partes, recogiendo personalmente los adelantos alcanzados en otros laboratorios, y disertando con pomposidad sobre sus propias investigaciones. Con frecuencia, se sentaban en la Mesa Real, entre princesitas y Oidores vestidos de rojo, y comían tanto que casi todos eran gordos. 

El prestigio de los Alquimistas Gordos era muy grande, y siempre había muchos aprendices jóvenes que deseaban trabajar en sus laboratorios, ya que de esa manera no solo conocían con rapidez cosas maravillosas, sino que también adquirían el aura de sabiduría y superioridad de sus mayores. 

Pasado el tiempo, los poderosos de otras ciudades invitaban a uno de los aprendices más viejos a establecer su laboratorio y continuar la búsqueda de la Piedra Filosofal, con la esperanza de que el Gran Trabajo se hiciera bajo su patrocinio y dentro de sus murallas. El aprendiz se transformaba entonces en Alquimista Gordo y se incorporaba a la comunidad que disfrutaba de tantos privilegios y de tantos bienes.”
Fuente: Fragmentos de “El viejo alquimista” de Ruy Pérez Tamayo. Tercera edición, 1993.






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